domingo, agosto 14, 2011

Bulgaria, informe III. Montaña Vitosha y Monasterio de Rila.

¿Nunca habéis sentido que el tiempo que vivimos es cíclico, que las cosas se repiten tarde o temprano y que, irónicamente, siempre tienen las mismas caretas los actores? Puede que no, realmente, y esté diciendo aquí tonterías sin ton ni son haciéndoos perder el tiempo, pero a mí sí me ha pasado. Es por eso la doble entrada en el blog, o más bien, los dos destinos aglutinados. Porque en los dos hubo un patrón a seguir, un guión no escrito que me vi obligado a cumplir.

Comenzando por el principio, como debe ser, remontémonos al sábado 6 de agosto. Ahí, aprovechando la capacidad de movimiento que tenemos al no poseer coche ni otro medio de transporte privado, decidimos acercarnos a la montaña más alta de toda Bulgaria, la montaña Vitosha. 2290 metros de macizo rocoso volcánico, relativamente joven para una montaña y plagado de senderos para practicar senderismo o descenso en bicicleta. En verano, claro, en invierno es de obligado cumplimiento el ponerse los esquís y lanzarse colina abajo. Con este panorama y con el deseo inconbustible de tener una de las mejores vistas de Sofía (si no la mejor), partimos en busca de la estación correspondiente para subir en autobús a la montaña. Ahí comenzaron las aventuras.
Algo que hay que reconocer de los búlgaros es que son gente amable por norma general, y ése día lo comprobamos sobradamente. Tras tres horas de búsqueda infructuosa, preguntas en una mezcla de inglés, francés y búlgaro, coger tranvías (sin reparos digo que sentí un poco de miedo al ver la estación final de la línea 7) y autobuses sustitutivos de tranvías, carreras a una estación de autobuses fantasma y comprobar el estado anticuado de los autobuses, pudimos empezar el viaje de hora y media a la cima de la montaña. Aprovechando el traqueteo adormecedor y el silencio reinante del transporte (éramos 5 personas, contando al conductor), así como una mala noche, eché una cabezada que me sentó mejor de lo que creí. Y menos mal que cogí fuerzas, la verdad, porque al llegar a la cima de la montaña me sentí como Jack Nicholson en la película de "El resplandor", con ganas de matar a todo. Imaginaros la situación: rodeados de píceas (abetos), un hotel sacado de las películas de Paco Martínez Soria, solos completamente y sumergidos en la peor de las nieblas posibles. No era del todo malo, reconozcámoslo, el sitio era totalmente natural y de un embrujo hechizador que hacía olvidar todas las penurias pasadas. Estas penurias se pasaron más rápido todavía cuando fuimos a comer al restaurante del hotel (después de que una amable recepcionista, al preguntarle si podíamos comer allí, nos explicara en qué consiste un hotel) y sentimos que retrocedíamos en el tiempo cincuenta años, al menos; un sitio lleno de rusticidad y encanto pueblerino, encabezado por la camarera y acabando por la calidad insuperable de la comida. Nunca una sopa me supo tan buena como ésa. Ya con el estómago lleno y caliente, decidimos que era hora de irse de la montaña, entre otras cosas porque el autobús se iba; otra hora y media para echar otra leve cabezada y hacer el camino de vuelta anteriormente descrito, pero sin tantas vueltas y con... cómo decirlo suavemente... un individuo suministrándose su dosis de cristal, sin pudor, en medio del autobús.

El día siguiente fue menos movido, y más tranquilo, la verdad. Madrugando de nuevo, decidimos visitar el monasterio de Rila, un monasterio ortodoxo abierto al público en horario restringido y en un enclave inaccesible para las antiguas civilizaciones, flanqueado por las montañas y densos bosques de abetos. Los viajes en autobús, sobre todo los más largos, se hacen más llevaderos durmiendo, así que eso es lo que hice, no sin antes escuchar comentarios en español (sí!! españoles en nuestro mismo autobús para ir al monasterio!!) del estilo de "tengo 17.000 € en la cuenta, no me voy a enfadar porque me debas 50 €", provenientes de unos jóvenes que intentaban hacerse pasar por mochileros pero dejando ver la riqueza de sus padres. Demasiados confiados son estos españoles que se creen que por estar en otro país no les van a entender... En fin, dejemos de lado a estos nuevos ricos (yo sí me preocuparía si alguien me debe 50 €, la verdad) y centrémonos en el viaje. La llegada al monasterio fue inesperada, pasando un repecho ahí estaba, imponente, concordando con la naturaleza sin desentonar ni un ápice, acomplando sus colores a los paisajes que allí podíamos ver. Es imposible describirlo sólo con palabras, no tengo los conocimientos necesarios en prosa o verso para poder mostraros un pequeño rincón del mismo sin quedarme corto; es algo que hay que ver y vivir para comprenderlo. Allí estuvimos cerca de 3 horas, comimos allí y nos compramos el dulce de allí, una especie de rosquilla gigante con sabor a churros, delicioso. El camino de vuelta fue la cruz del viaje, sin dudarlo. Comenzó en cuanto me monté en el autobús, donde el conductor pretendía que le diera el importe íntegro del billete cuando yo no tenía cambio. Tres minutos después de intentar hacerle ver que sólo tenía un billete, de que me tomara por imbécil, de que una señora se metiera por medio, me diera el estúpido cambio y me acordara de su imagen un tiempo después, nos quedó por soportar tres horas de autobús de ruta recogiendo y dejando gente por todos los pueblos, villas y pedanías que pasaba. Agotador, realmente, pero mereció la pena el viaje.

El resto de la semana de trabajo se resume en que con los compañeros estoy de maravilla, cada vez mejor, ya nos hemos ido de cervecitas y son unos cachondos, además de muy serviciales. Les echaré de menos, realmente. Pero de todos modos, a seguir aprendiendo, conociendo y viajando, ya sea en autobús, tren, avión, con gente amable o desagradable; a seguir viviendo la Experiencia Leonardo.

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